La vendedora del mercado
Me criaron en el pueblo de Alokolum en un área que sufría ataques esporádicos por parte del Ejército de Resistencia del Señor (LRA). Era muy común que los aldeanos quedasen atrapados en el fuego cruzado. A veces creíamos que el ataque anterior había sido el último, cuando la verdad es que casi siempre el próximo ya estaba en marcha. Esto podría haber sido lo que pensaba mi madre cuando un día me envió – a mí, una niña de nueve años de edad – al mercado Lacor, a cinco kilómetros de nuestra casa. Yo estaba emocionada de ir sola. Iba a vender kaliri, unos frutos secos como cacahuates que normalmente se comen hervidos con sal. Yo misma los había plantado. Esto era un gran logro, sobre todo porque la cosecha fue enorme. Me imaginaba como una gran agricultora. Junto al kaliri tenía también un jardín con maíz que cavé durante el fn de semana. Parecía como si fuese a convertirme en una verdadera agricultora. Yo sabía que el dinero para la venta iría a mi madre, pero de todos modos yo no necesitaba dinero. Mi madre ya me había dado monedas para comprar kabalagala para comer si me daba hambre.
Cuando llegué al mercado ya había vendido todo el kaliri a jo matimo magendo, mujeres de negocios que esperan al borde del camino para comprar cacahuates, lapena, mijo, frijoles, plátanos y tomates que luego venden a precios más altos. Cada grupo compró kaliri, preguntándole a los transeúntes qué estaban vendiendo. Yo llevaba un recipiente abierto, katasa, de modo que nadie tuvo que preguntar qué llevaba. Me detenían con un “Anyaka, ¿a cuánto la taza de kaliri?”
«Cincuenta chelines», respondía amablemente a pesar de que quería gritarles “¡No me llamen chica!”
Llenaba la taza con kaliri y luego, con la mano derecha, generosamente añadía más, dependiendo de la cantidad que había comprado esa persona. Cada vez que lo hacía recordaba las palabras de mi madre, “No añadas demasiado”.
Nuestro complejo era grande. Mi madre y mi madrastra tenían sus propias cocinas y más o menos seis de mis hermanos estaban casados, por lo que sus esposas tenían sus propias cocinas también. Cada vez que corría la voz de que alguien iba al mercado, casi todos aprovechaban la oportunidad de encargar lo que sea que necesitasen. Tenía una lista escrita a mano de las cosas que debía comprar en el mercado. Mi madre quería aceite de cocina de la mujer que era ciega de un ojo; cebollas de la mujer cuyo brazo izquierdo se quemó; tomates frescos de Aneta, nuestra vecina que vendía en el mercado; jabón y sal de la tienda de la esquina. Mi cuñada necesitaba aceite de girasol para cocinar, no aceite de maíz, y las cebollas debían ser muy grandes y redondas. Mi madrastra necesitaba cebollas que no estuviesen podridas y la sal medida en tazas. Tan pronto como llegué al mercado compré lo que mis parientes querían. Tuve que comprar exactamente lo que describían, de lo contrario estaría en problemas porque los tomates no estaban lo suficientemente maduros o porque había comprado aceite de cocina en lugar de sal. Mi madre por su parte repitió exactamente lo que quería, como si pensara que las palabras volarían del papel cuando llegase al mercado.
Di tantas vueltas al mercado que estaba agotada cuando terminé de comprar todos los artículos. Me emocioné cuando vi a Lamunu, una niña con la cual estudié en la escuela, en el puesto de kabalagala. Siempre tenía kabalagala en la escuela. Le daba a sus amigas. Yo sabía que algunas niñas eran sus amigas porque querían comer kabalagala en el recreo. Le compré seis kabalagala. Le di dos para no parecer mala, aunque también esperaba que luego ella me daría un poco de kabalagala en la escuela. Me ofreció un asiento a su lado. Comí mi kabalagala y bebí algunos sorbos del agua de Lamunu. Me senté con ella durante casi treinta minutos. A veces, me dejaba vender por ella. Veíamos mujeres vestidas con hermosos colores regateando los precios de los artículos. Los niños compraban jabón, sal, y lo que les han enviado a comprar. Jugamos algunos juegos después que Lamunu atendió a sus clientes. El mercado estaba lleno, como de costumbre. Lamunu dijo que los maestros y los soldados acababan de recibir su sueldo por lo que podían permitirse pagar una deliciosa comida para sus familias.
De repente, tuve un fuerte deseo de abandonar el mercado inmediatamente. Lamunu insistió en que me quedase más tiempo con ella. Me dijo que yo podía venderle al próximo cliente pero no la escuché. Me moví entre las personas que compran alimentos para salir del mercado.Tan pronto como crucé la pared del mercado, oí un ruido intenso que los años de guerra me enseñaron a reconocer como una granada. Luego – una segunda granada. Más tarde supe que dos granadas fueron lanzadas al mercado por los rebeldes, una en el puesto de kabalagala y la otra donde las personas venden patatas dulces. Continuó con disparos de los soldados del gobierno. Debo haber corrido en el medio del camino sobre todo porque no sabía qué hacer. Por lo general, cuando oímos disparos cerca de casa, corremos al seminario en tres minutos. No corremos trotando, sino como si un espíritu maligno nos estuviera persiguiendo.
Hasta hoy, mi primo George insiste en que él me gritó, “No corras en el medio del camino”, pero lo único que recuerdo es el sonido de los disparos: paa paa paa cuando la bala fallaba su objetivo o era disparada al aire; puu puu puu cuando daba en su objetivo. En ese entonces no podía notar la diferencia. Todavía no había aprendido la ley: “Agáchate hasta que no haya más disparos, luego busca un lugar seguro.” De alguna manera corrí por la hierba obia y después seguí un camino que me llevó a la casa de mi tía Carmela. Perdí todo lo que había comprado, excepto el katasa. Estaba temblando. Mis labios estaban secos y mi lengua me abandonó por un momento. No podía decir nada. Mi tía me ofreció patatas dulces y malakwang, mi comida favorita, pero no podía comer. Siempre tenía hambre. Siempre fui más robusta que la mayoría de los niños en el pueblo de Alokolum. Pero ese día, nada podía entrar en mi garganta.
Junto a mi tía esperamos hasta que pudimos ver gente andando por el camino principal, entonces me dejó volver a casa, a unos dos kilómetros. Cuando llegué a casa me encontré con mi hermana mayor, Flo, trenzando el cabello de una vecina. Me saludó casualmente como si yo no hubiese escapado recién de un disparo en el mercado. Continuó trenzando el pelo de Atuku y me dijo que nuestra madre me había seguido hasta el mercado. Mi madre llegó poco después con un saco que usaba para almacenar mijo.
«¿Por qué te demoraste tanto?”, preguntó. Sonreí. Suelo hacer eso, especialmente cuando no sé qué decir. “Le pregunté a la gente y me dijeron que la chica había vendido todo el kaliri antes de llegar al mercado.
“Una cosa que aprendí ese día fue que la gente siempre te va a delatar. Tomé el peine de la mano de Flo y empecé a jugar con el cabello de Atuku pero las manos de Flo sacaron las mías. Mi madre me tiró de las orejas, no como lo hace cuando he hecho algo malo, sino de una manera que decía me alegro de que estés viva. Nadie me preguntó por lo que me habían encargado del mercado. Nunca le dije a nadie lo que ocurrió exactamente; sólo mi primo George me recuerda que él me dijo, «No corras en el medio del camino.” No le he dicho que nunca lo escuché.
Más tarde me enteré de que mis padres se encontraron en el mercado en busca de su hija que había ido a vender kaliri. Mi padre había dejado su arege, cerveza local, inmediatamente después de haber escuchado las granadas y mi madre salió de casa con un saco, en caso de que fuese necesario llevarme a casa. Mi padre descubrió los muertos en el mercado, mientras mi madre apartaba la mirada. Más tarde se fueron a la morgue, pero no me encontraron. Dejaron el hospital Lacor y el mercado y sus pies los llevaron a la casa de Carmela, donde les dijeron que me habían visto yendo a casa. Mi padre volvió a beber su arege y mi madre a cocinar la comida de la noche.
Una semana más tarde, me fui de Alokolum a la Escuela de Niñas Kangole a cientos de kilómetros. Todavía me pregunto qué pasó con Lamunu. No podría preguntarle a mi padre si el rostro que vio en el mercado era el de Lamunu porque él no la conocía. Si yo le hubiese dicho que abandonase el mercado conmigo, ¿habría aceptado? Algo me dice que ella puede haber sido el rostro que mi padre vio, pero puedo estar equivocada. Puede que nunca deje de preguntarme qué pasó con ella. Quizás algún día la vea en las calles o la encuentre en el pabellón de natalidad.
Traducción: Sebastián Jatz.